miércoles, 10 de febrero de 2010
UN BOSQUE MOZÁRABE, por César Antonio Molina
Este verano se acercó a visitarnos César Antonio Molina, el que fue Ministro de Cultura hasta hace pocos meses. Estuvo en Escalada y en Gradefes y he aquí un pequeño regalo de ese encuentro. Transcribo literal, el artículo publicado en el suplemento "El Viajero" del periódico "El País". Como a todos nosotros, creo que a César también le enamoró Escalada.
Un bosque mozárabe
Las catorce columnas de la nave de San Miguel de Escalada, en León, y su silenciosa belleza intemporal
CÉSAR ANTONIO MOLINA - 06/02/2010
Perdido por los caminos de León, doy con lo que queda del monasterio mozárabe de San Miguel de Escalada. En el siglo IX se levantó un pequeño cenobio dedicado al arcángel san Miguel. Abandonado décadas después, a finales del X un grupo de monjes mozárabes procedentes de Córdoba y capitaneados por el abad Alfonso recuperó estas ruinas y engrandeció su arquitectura como harían otros religiosos en siglos posteriores, por ejemplo en el XII los agustinos de San Rufo de Avignon, que permanecerían aquí hasta principios del siglo XVI. Avanzada esta centuria, el Real Priorato de Escalada fue languideciendo hasta que la desamortización de Mendizábal, en los años treinta del siglo XIX, la condujo casi a su desaparición.
Unos obreros están reparando la techumbre. Atravieso el pórtico lateral que formaba parte del claustro. Son trece columnas con capiteles sobre los que se apoya el correspondiente arco de herradura. Las siete primeras del lado izquierdo son mozárabes, con capiteles corintios y cimacios de mármol, mientras que el octavo es de influencia omeya y los cinco últimos pertenecen al siglo XI. Subo unas estrechas escaleras de piedra y penetro en la pequeña iglesia. Está a oscuras. Una muchacha que cuida las obras de rehabilitación me dice que va a encender las luces. Le ruego que no lo haga, que deje la estancia así, en tinieblas, sumida en sí misma, en su propia melancolía. Tiene tres naves y es de planta basilical. La central es de armadura de madera y aún conserva el policromado mudéjar de los siglos XIV y XV. Ésta se eleva más respecto a las dos laterales, separadas por un intercolumnio de catorce fustes, la mayoría reutilizados, con sus correspondientes capiteles, todos ellos distintos en su decoración. Me abrazo a todas esas columnas y en cada una de ellas siento un frío distinto y una piel cuya suavidad varía. Son columnas traídas, seguramente, de los despojos de las ruinas de la cercana ciudad romana de Lancia.
El valor de las ruinasPlinio, Dión Casio, Floro, Ptolomeo, Antonino Pío y Orosio escribieron en la antigüedad sobre esta urbe levantada entre el río Esla y el Porma. Caída Roma, el asentamiento continuó con los suevos y visigodos. A Lancia se le podrían aplicar muy justamente aquellas palabras de Sidonio Apolinar: "Laudandis preciosior ruinis", sus ruinas admirables le otorgan más valor. Allí las columnas debieron alegrar casas, el macellum o mercado, y las termas; aquí sostienen a cubierto la bóveda celeste. ¿Dónde fueron más felices? "Pero no siempre quiero ser feliz. / Hace falta ser infeliz de vez en cuando / para poder ser natural", dice Alberto Caeiro en El guardador de rebaños. Ser feliz o infeliz, el caso es durar: enhiestas, útiles, bellas, de una pieza; y no yacer en rodajas, postradas, mordiendo el polvo de las antiguas calzadas perdidas.
En Lancia descubro la soledad del paisaje en medio de los campos roturados. En San Miguel de Escalada, la soledad es la del propio hombre. Entre tinieblas percibo este pequeño bosque de columnas con sus capiteles floridos y, de repente, el kabod, la luz creada que Dios hace descender misteriosamente sobre un lugar. Quizá entró por esta ventana geminada de arcos de herradura, capitel corintio, fuste de mármol y alfiz. Esa luz que se refleja vibra como la brisa más furtiva. Benn dice, en uno de sus versos, que quien está solo en el misterio "está". Y estoy bajo la casa que lo contiene: indescifrable, ininteligible. Pero tocando las columnas, ¡está! Está en la averbalidad, está en el silencio, está en las tinieblas.
En Lancia se encuentra el paisaje de la naturaleza comiéndose a la "validissima urbs". En San Miguel de Escalada, en este interior de la iglesia, las columnas forman los bosques, los claros y los senderos. En uno y otro lugar podemos perdernos físicamente y extraviarnos en el propio lenguaje inválido. Callo en uno y otro espacio para que el paisaje hable, como cuando niños sin saber hablar lo entendíamos. El hombre es un abismo y uno se marea si mira dentro. Esta no palabra es el símbolo del reverso oscuro de la razón, la llave que abre la puerta a una selva de recuerdos impenetrables, de letras ilegibles, sublimes, trágicas y herméticas, como un bosque encantado. Silencio, ser dejados en paz, última manera de estar für sich allein, solo consigo mismo, decía Celan. Esa voz terrible que grita en todo horizonte y que suele llamarse silencio también la oí en Lancia, en San Miguel de Escalada. A oscuras sólo Tiresias, el adivino ciego, veía la verdad porque los demás estamos cegados por el mundo. Los fustes susurran como troncos, como ramas; así parecen mover sus frondosas hojas los capiteles. Estar siempre bajo techos construidos por las manos de uno mismo en cada tiempo distinto. Y en San Miguel de Escalada, en la pequeña iglesia, me encuentro en la casa del tiempo, la vivienda que constituye el sustituto del cuerpo materno, esa primera residencia cuya nostalgia persiste toda la vida. Fustes blancos
Así me siento seguro, alzado en este estrecho palafito, aunque, como confesó Kierkegaard, las ideas de un hombre son la casa donde habita. ¿Y nuestras ideas van a la memoria de Dios? Fustes blancos, la mayor parte, otros pocos con vetas negras o más pálidas. Vestir de blanco por los amigos ausentes, vestir de blanco por nosotros mismos, los años están llenos de advertencias de su brevedad.
Catorce columnas, catorce capiteles. Todo cuanto hice preferiría que estuviera aún por hacer. Todo lo que he dicho, cuando lo repaso, me hace envidiar a los mudos. Catorce columnas y a mí me gustaría ser la quince, lo suficientemente alta y esbelta como las demás, de un color níveo virginal. La última, pero la más perfecta, aunque en los salmos se dice que en toda perfección se descubren límites. ¿Cuál los míos? ¡Todos! En los altares, inscripciones en letra visigótica. "Ubi nihil vales, ubi nihil velis", no pongas tus esperanzas en un escenario donde no tienes poder. Aquí tampoco detenemos a la parca, aquí tampoco la deslumbramos por la belleza, aquí tampoco podemos permanecer quietos, inmóviles, ajenos a la huida. Probamos la miel que las abejas mezclan con rododendros, la miel loca de Jenofonte y Pompeyo, para comprender la vida sin afligirnos. ¿De qué sirve quejarse?
La muchacha nos saca de nuevo a la luz. Los hombres aún continúan trabajando en los aleros mozárabes, en la zona de la conciencia luminosa. La muchacha desarrolla aquí el trabajo de Antígona, sacar a la superficie lo enterrado. Siente compasión por lo que quiere estar enterrado y oculto. Cree que es mejor no enfrentarse a algunas cosas, cree que es mejor no dejar expuesta y al desnudo la verdad definitiva del olvido. La memoria es nuestro mayor suplicio. Para sobrevivir hay que olvidar, pero también para poder morir y encontrar la paz.
Los obreros en los aleros como excavando una tumba en el cielo, amplia, sin estrecheces. Y el Beato, tinta roja sobre tinta negra, en otra parte que no es la suya, en otro continente, en otro país esperando de nuevo regresar a su casa, al hogar definitivo de fray Antonio de Guevara, cronista general de las imaginaciones. Todos buscamos nuestra casa, incluso cuando la hemos encontrado, pues de nosotros mismos somos los peores anfitriones. En San Miguel de Escalada quien quiera buscarme allí me encontrará, siglo tras siglo, en la decimoquinta columna, enhiesto como un chopo recién plantado, tatuado por los gritos desesperados del joven Salvador: "Quid ultra debui facere tibi, et non feci", ¿hice todo lo que tenía que hacer?
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1 comentario:
Muy tarde, pero acabo de ver la entrada de Cañizal de Rueda. Gracias.
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